
No me gustan los penes con sabores artificiales, los geles que compré para ese fin reposan en mi mesa de noche, lo mío es el encuentro con la rudeza de su olor, con ese inconfundible almizcle que me grita que es él, y no nadie más, lo mío es llevarme su pene a mi boca, saborearlo como si tuviera toneladas de miel, engullirlo con un apetito que procede de mi vagina y de mis entrañas, perderme entre sus piernas, mientras el tiempo y el mundo desaparecen de mi vista, toda la existencia contenida en el tamaño de un pene negro que busca con desesperación disolverse entre mi saliva, que reclama un toque de compasión, entonces el predica esas letanías con su lenguaje de orador, haciendo pronósticos sobre lo que me gusta, sobre lo que me espera, lo hace como si me contara un cuento, como si me diera el más crudo discurso erótico, es cuando me convierto en oídos, en boca, en piel, en vagina, en miembros sueltos de mi misma consagrados al servicio de una verga que me domina, y una excitación de proporciones gigantescas penetra todo mi cuerpo, no se que hacer con tanto fuego dentro de mi.